Resumen. La obra de Ortega por la que advirtió de la inercia política y la descomposición española estos días cumple su primer centenario. Sin embargo España sigue igual o peor, ni clase política, ni cohesión territorial. Y a pesar de la laboriosa obra constitucional de reparar las fisuras, ni la clase política ni el pueblo estando a la altura, por lo que llevaron la constitución a la decadencia.
En otoño del 1998, en la universidad Complutense de Madrid, el profesor Antonio López Pina ostentó la titularidad de la Cátedra Jean Monnet de Derecho europeo, cuyo curso anual de postgrado fue mi primer paso en los estudios de doctorado, y también el primero como tal de la cátedra. Es decir, el primer curso puramente teórico y que tenía por objeto la Constitución Europea y teoría de la Constitución.
El maestro, un vanguardista de la generación del 56, testigo y gran documentalista del Contubernio de Múnich, nos hizo el hincapié con que para los españoles es más familiar entender el derecho europeo de la competencia, ya que en España el afán del debate constitucional es el Estado y las comunidades autónomas, el quién es quién, combatiendo siempre el Estado en solitario frente a los diecisiete jinetes cada uno en su vagón, y en diferente dirección por sus propios intereses. En cambio en la UE es algo diferente, los Estados son naciones propias, con identidades e intereses propios que se han propuesto a cohesionarse, a ceder parte de su soberanía en aras de recibir beneficios económicos y sociales, entre otros. De ahí las contiendas aunque parezcan similares, pero las de Europa son objetivas, en defensa de la soberanía e identidad nacional, mientras que en España las contiendas son puramente subjetivas, partidistas y en defensa de intereses demagógicos y beneficios ficticios y electoralistas.
Ese es el paradigma de la identidad constitucional española. Un ángulo confuso y de fantasiosas dimensiones.
Digo eso porque precisamente en días como hoy, se cumple el centenario de su primera voz de alarma, a quien muchos ignoran dando la espalda para no entorpecer la frivolidad a la que nos hemos entregado. Ortega y Gasset, con sus reivindicativos fascículos en el diario el Sol y la revista de Occidente, entre otras, durante el 1919-1920, coleccionados posteriormente como primera edición de la «España invertebrada», unos como otros, esos días cumplen el primer centenario, a las que debemos un gran homenaje.
Particularismo, define Gasset son los procesos de integración y desintegración. El primero «consistía en una faena de totalización: grupos sociales que eran todos aparte quedaban integrados como partes de un todo. La desintegración es el suceso inverso: las partes del todo comienzan a vivir como todos aparte. A este fenómeno de la vida histórica llamo particularismo y si alguien me pregunta cuál es el carácter más profundo y más grave de la actualidad española, yo contestaría con esa palabra».
A lo largo de los cien años que cargan estas palabras a sus espaldas, siguen teniendo el mismo rigor y vigencia, como si fueran de hoy mismo, y cada día más vigentes que nunca. De un particularismo social a un particularismo de Estado, España se enredó en su propio particularismo inerte, diseccionándose a si misma y con el único propósito de definir quién es quién, un debate proyectado siempre hacía la desintegración. Una sociedad de disociados, como la diagnosticó Ortega, que de pronto se sublevan unos contra otros para terminar diseccionándose en partículas cada una propuesta únicamente a su propio ego, a auto-complacerse con fantasías históricas que solamente sirven a forjar su propio particularismo y terminar ensalzándose como identidad propia que finge re[integrarse] como tal. Como si hace cinco siglos tenían una historia propia y que Castilla se lo arrebató, o como si hace trece siglos tenían sólida identidad y que Granada se lo conquistó, eso sin hablar de Roma y su remoto cometido. España se vio acorralada entre los jinetes de su desintegración, y el vía crucis de su integración europea.
Por su parte, la constitución estaba a la altura de todos y cada uno de los confines de la batalla, pero los políticos no, tampoco el pueblo. Ni los políticos se empeñaron sinceramente en regar los valores constitucionales y amamantarlos en la cultura del pueblo, ni el pueblo tampoco se empeñaba en exigirlo. En lugar de que la constitución sea el referente identitario, se lo usurpó la tauromaquia, en lugar de que la bandera sea la antorcha de la manada, el compás flamenco la distorsionó, y la bandera acabó usurpada por unos demagogos, alzarla ya no representa a España, sino a una ideología política que se la usurpó. Se enturbió difusamente el concepto entre cultura y folclor, entre identidad y pertenencia. En lugar de tener la constitución como una pirámide invertida integrada y abrazada por el pueblo, la convirtieron en pirámide asentada aquejada por el peso del pueblo.
Cuando los controladores aéreos bloquearon el espacio en 2010, el poder político lo consideró amenaza de orden público y rápidamente activó la alarma, pero cuando amaneció el 1O poniendo seriamente la integridad territorial la constitución tenía su preciso 155 para intervenir, y su 116 para ordenar una alarma, toque de queda y/o confinamiento, sin embargo los políticos no lo tenían claro, y el pueblo se sentía alarmado. Y cuando llegó la malicia pandémica la constitución también tenía su 128 para intervenir, cerrar filas y forjar los esfuerzos, pero tampoco nadie lo tenía claro, ni políticos ni el pueblo, nadie estaba a la altura, aunque la constitución sí. Aunque precisamente los demagogos que afirmaban ser estatalistas, nacionalistas y constitucionalistas eran los primeros que se oponían a poner en marcha los instrumentos que la constitución contenía. Está claro que la constitución servía renovablemente como norma de todos los tiempos, pero quien fallaba era el pueblo, dejando la constitución sola.
Engels, estableció entre las condiciones del progreso nacional en que cada nación tenga una clase generadora del progreso, que intervenga, y sea capaz de intervenir para liderar el progreso social. La existencia de esta clase es el esquema diferencial entre naciones desarrolladas y otras primitivas, condenadas al fracaso eterno. Al efecto Bauer acondiciona el desarrollo de las naciones en que su clase burguesa sea capaz de engendrar, e incubar herederos que sean capaces de liderar el futuro y seguir la escalada del progreso social. El problema es cuando esa clase burguesa convierte su burguesía en una filiación genética, cierra la puerta, por tanto, al resto del pueblo, proletariado, y se coagula como una fuerza de identidad genética, postulando sus capacidades por la pertenencia genética, en lugar de las habilidades y la identidad nacional. Termina así obstruyendo el acceso de otros, manipula el poder, y al fracasarse para engendrar herederos hábiles de su estrato, ahí se enreda en el estancamiento nacional, llevando sus naciones a la irrelevancia.
La conjugación de estas afirmaciones con las de Ortega a quien hoy debemos el primer centenario, España le debe un valioso reconocimiento que hasta el momento no se le otorgó justamente.
El laberinto de la política española desde la crisis del 98, del siglo anterior, las reivindicaciones de Ortega, pasando por todo el doloroso curso del siglo XX, y hasta la actualidad sigue siendo el mismo. Idénticos callejones, la misma inercia y la misma noria.
Las frívolas tres décadas del constitucionalismo desde su promulgación hasta la crisis del 2008, era el tiempo de relativismo constitucional conducido por el euroescepticismo, pero lastrando la desintegración. España se desintegraba para integrarse en Europa. Sin embargo llegada la crisis del 2008, los indignados de 2011, y la carrera sucesión de Sánchez en el PSOE desde 2014, y peores en el PP, se dará cuenta no solo de la inercia política por falta de sentido de común, pero también la de liderazgo, y la agónica ausencia de clase política altruista capaz de liderar el batallón nacional, sin postulados genéticos ni carismátismo de clases. ¿Qué diría Ortega ahora de España en 2020? Tantas vueltas electorales fallidas, un gobierno de parches, la crisis de la pandemia, y los 17 jinetes cada uno en una dirección e intereses imaginarios, judicatura e instituciones en hibernación, ni el reino de taifas era tan espurio como este, pero sin lugar a duda el primer difunto de ahora es la constitución.